31ª Feria Internacional del Libro






Recital poético de Tatiana Oroño, presentando La piedra nada sabe.

Carpa exterior, explanada de la Intendencia Municipal de Monetvideo.

Estuario Editora






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La piedra nada sabe


A D. G.

La piedra nada sabe

bruñida por la lluvia en esta hora.
Carbónica.
Mojada.
Nada sabe del viaje. Aquí apuntala
cuando el sol austral muerde el aire
macizos de amarilis.
Flores rojas
que aguantan lluvias
viento bajo la piel de ozono
quebradiza
el sol ácido/ a pesar de ese nombre
botánico
rozado por estambres y pistilos con mano amable
tersa
de musa gongorina
pastoril/ de hojas como espadas mi macizo de flores.
Que la piedra apuntala.
Nada sabe la piedra
que recogí en Malvín
la playa
donde el padre, Gerardo
jugaba
con Daniel.
La piedra estaba allí.



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Elogio del camino

Pregunto adónde van las cosas que no llegaron a destino.
La mayoría de las cosas. El inventario mayor del mundo.
Adónde van a parar las cosas que no van a parar a ningún lado. Las que se malogran, las que no tienen remedio.
Pregunto adónde van.

La poesía es el lugar adonde van las cosas que no tienen solución. A buscarla.


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--> Niñeces

Si se tuvo que ir - una ciudad por otra
una casa por otra - fue porque no pudimos
darle
alimentos de hombre: piezas mayores.
En días diferentes se llevaron
niñeces. Tanto hueso
embistiendo el antiguo crecer
equilibrado, infante.
Desalojado
el niño del muchacho
un distante alimento avivó el hambre.
Y se tuvo que ir
el menor de los tres.
El último varón que nos quedaba.


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-->Lo peor es no saber

Las fiebres violentas arrancan de la garganta e inmediatamente se bifurcan en dos. Fiebre e infección. Hay que mantener la fiebre a raya. Exige dedicación. Antes de que venga el médico y después que se fue. Antes del antibiótico y después de haberlo conseguido. Si el antibiótico va a hacer efecto no se sabe. Nunca se sabe de entrada qué bacteria es. No hay medios para hacer cultivos. Tampoco hay tiempo.
Si después de la medicación por boca venía el vómito, había que recurrir al supositorio, la fiebre no debía subir más de 38º. Un supositorio mal colocado se expulsa y derrite sin dejar huellas. Hay que asegurarse. Mientras una u otro hacen efecto hay que aplicar paños mojados en ingles, axilas y frente. Mojados, no empapados. Y fríos. No helados ni tibios. Una toalla gruesa entre la sábana y el hijo. Palangana a mano, no en la cama. Termómetro. Pulso. Pegar los labios a las sienes, contribuir con la palma y el dorso en el vientre, entre los muslos. Tocar donde no se aplicaron los paños. Saber.
En el hospital, la primera vez, pasamos toda la noche. Camas de hierro. El chiquilín, destapado, en una. Cada vez que le tanteaba la frente buscando que estuviera transpirada la piel desmentía el contacto. Por debajo del enfriamiento superficial, efecto de la aspirina, ardía el calor de la infección, la temperatura que amenazaba con quemar neuronas. Una convulsión es un colapso neurológico que siembra devastación. Cuando se repite es mucho más grave, mucho peor que antes, porque es otra vez más.
En el hospital hay poca luz, pocas palabras. La enfermera toma la temperatura, guarda el termómetro y es tragada por los pasillos. Vuelve. Inyecta. Es tragada. Una madre se me acerca y conversamos susurrantes cruzando palabras envueltas en aliento. Ella ha estado antes. Eso da confianza. Conoce los desfiladeros del edificio ciego. Levanta en brazos a mi enfermo y lo acuna. No se la escucha desde las otras camas ni desde la puerta. Entonces salgo. Busco la cocina. Donde hay calor encontraré a la enfermera.
Llegar por la espalda está penalizado. La enfermera me da la espalda una vez advertida mi presencia. Es su manera de ejercitar las normas.
Volveré a intentarlo confiada en la madre de la cama vecina. Pero esta vez no hay sorpresas. No encuentro a nadie. Sólo azulejos blancos. Indicaciones en distinta letra sobre hojas de cuaderno pegadas con leuco. Un lavatorio. Una mesada con jarras, cubiertos. Desde la pileta sube en vertical la cucaracha.
Yo quería pedir un termómetro.
Aunque estuviera prohibido informar a la madre las temperaturas del hijo y se penara dar injerencia en el tratamiento, busqué encontrar a alguien con la guardia baja.
Un termómetro es un vidrio de nada, unas rayitas y unos números que ni se ven a oscuras. Y menos en la bodega de un hospital escorado en el barro.

La próxima vez, juré, me traigo un termómetro, escondido.





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fotografías: Andrés Landinelli Oroño publicadas bajo una licencia Creative Commons.

La piedra nada sabe
Estuario - Casa editorial HUM
2008
contacto: estuarioeditora@gmail.com


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